Como todo en la vida, las cosas empiezan en el alumbramiento. Y lo
primero, fue la luz. Normalmente no apreciamos su valor porque es un
elemento cotidiano, pero en el teatro es una de las herramientas
imprescindibles para dar color, forma y sentido a lo que se está
representando.
En la técnica, la iluminación teatral es el conjunto de dispositivos que
se instalan para producir ciertos efectos luminosos, tanto prácticos
como decorativos. Una definición correcta pero escasa, porque no la
menciona como canal de comunicación. En la práctica, el arte teatral
engrandece la luz como código no verbal, y lo muestra como un lenguaje a
partir del cual se marcan escenas, presencias, ritmos y sensaciones
El teatro es algo mágico, de otra forma no sería teatro, y parte de esa
“culpa” la tiene la luz. Con ella, las ideas comienzan a hacerse
posibles y las historias que se cuentan sobre las tablas pueden tomar
forma. El objetivo de la iluminación escénica es iluminar al intérprete,
revelar correctamente la forma de todo lo que está en escena, ofrecer
la imagen del escenario con una composición de luz que pueda cambiar
tanto la percepción del espacio como la del tiempo. Gracias a la luz se
pueden inventar espacios y desarrollar las historias proporcionando
información en una atmósfera creada para cada situación.
La iluminación en escena ha ido evolucionando a lo largo de los años. En
la Edad Media, aunque la luz era considerada como elemento divina, se
pusieron en práctica los primeros registros de luz direccionados con la
intención de guiar la mirada del espectador hacia un elemento
específico. Ya en el Renacimiento, las figuras y los objetos comenzaron
a ser tridimensionales. Fueron desapareciendo los conceptos de
iluminación divina del periodo anterior y puso su pie en escena la
tercera dimensión, y con ella la pérdida del concepto biplano. Poco a
poco, y con la entrada del siglo XIX, la luz se fue trasformando en un
elemento integrado en lo cotidiano. Los sistemas de lámparas que
anteriormente funcionaban con combustibles fueron desapareciendo y la
luz en el escenario dio su paso definitivo. En 1638, comenzó a dedicarse
especial atención a la manera de iluminar la escena de forma
volumétrica y dramática, equilibrando las direcciones de la luz para
crear luces, sombras y volúmenes. Y lo que es mejor, se comenzó a
utilizar como forma de expresión de una forma deliberada e intencionada.
La crudeza de las guerras de primeros del siglo XX, caracterizaron el
Teatro Moderno por su absoluta libertad de planteamiento mediante el
diálogo con formas tradicionales y las nuevas posibilidades técnicas. El
desarrollo de la maquinaria, los nuevos diseños arquitectónicos,
escenográficos y el momento dulce que había alcanzado la iluminación,
liberaron al teatro de un cierto encorsetamiento, y lo dotaron de mayor
plasticidad.
Iluminar no es algo tan simple como arrojar luz sobre el escenario, sino
que supone una buena disposición de la iluminación de los ángulos
correctos, iluminación posterior, frontal, lateral, y equilibrio de
colores. Excepto en el caso de los efectos especiales, el diseño de
iluminación busca la discreción; y es que no debe haber una luz más
grande, que la de un actor en escena. Con la utilización inteligente
del color, la intensidad y la distribución de la luz se pueden lograr
ciertos efectos subliminales/emocionales en las percepciones del
espectador. Se pone la luz al servicio de la emoción, y como “dictadora”
del ojo, lo conduce hacia donde cree que debe ir.
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